Como lo oyes.
Por un extraño azar del destino acabo de leer un mensaje tuyo, inédito en mi memoria, de hace bastantes meses (si no me equivoco, de hace nueve meses mínimo) acerca de (a grosso modo) los Barcelona-Atleti.
Te explico: la primera vez que fui al Calderón fue la primera vez que fui al Bernabeu. Más o menos.
Al Bernabeu fui en 1996 o 1997. Mi instituto organizó una excursión para ver el Museo del Prado, y para allá fuimos. Vimos El Prado, y luego nos fuimos al Retiro y los más atrevidos (manda cojones, ¿qué peligro tiene?) nos montamos en las barcas y remamos un rato. Me temo que los granadinos somos bastante terráqueos, y los que nos atrevimos a montar en barca se pueden contar con los dedos de una mano (tengo una foto que atestigua que yo sí me monté). De aquella visita a El Retiro conservo, aparte de la foto de marras, un testimonio inigualable: un autógrafo de Tristanbraker. Sí, el friqui en cuestión tenía una mesa montada en mitad del parque, y por alguna extraña razón me firmó un autógrafo que le pidieron unas amigas mías.
"Para Barry, mi intelectual amigo" (sic)
Barry soy yo. El mote me lo puso Dani Doña durante un partido de balonmano; Dani creo que actualmente es uno de los bailarines del Ballet Nacional (o al menos lo era cuando lo dirigía Nacho Duato; no sé quien dirige actualmente el ballet nacional ni si Dani sigue allí). El mote viene por Barragán, mi segundo apellido.
Cuando Tristanbraker, friqui entre los friquis, me dio el papel con su firma y la dedicatoria, me eché a reir. ¿Intelectual? Bah. El tipo no demostró ser demasiado inteligente: no por llevar gafas uno es intelectual.
A lo que íbamos: después del Retiro alguien (se llamaba Elizabeth y era el rollete de mi amigo Abel, cuyo blog muchos conocéis y vilipendiais o adorais) insistió en ir al Bernabeu. Pues nada, para el Bernabeu (¿lleva tilde éste apellido? Bah, me da igual). Llegamos al estadio, después de una caminata bastante considerable por la Castellana, y los guardias nos indicaron, no muy amablemente, que mejor nos fuéramos a tomar por el santísimo culo. Estaba cerrado, era tarde, volved a vuestro terruño, catetos de mierda.
Oiga, que somos andaluces y madridistas.
Pues eso, respondió el guardia, impertérrito.
Alguien se apiadó de nosotros y nos permitieron entrar, durante diez o quince minutos, a la antigua sala de trofeos del estadio. No muy espectacular, por cierto. Sólo seis copas de Europa (qué pocas), y cinco de ellas eran réplicas (que me corrija algún friqui del fútbol). Tengo dos fotos que atestiguan mi comparecencia en tan magno antro del balompié: en la primera, un grupo de chicos muy feos y chicas bastante guapas posamos ante la vitrina de las Copas de Europa. En la segunda, el mismo grupo de chicos y chicas estamos ante el estadio, en una instantanea tomada desde la Castellana y en la que todos, a excepción de Rafa Cruz (¿qué fue de Rafa, Abel?) y Máximo (¿Máximo sigue vivo?) hacíamos el signo de la uve con la mano en conmemoración del reciente 5-0 del Madrid al Barcelona en la liga.
...
Pasaron muchos años. Yo seguía en contacto con Rafa porque compartíamos facultad. Máximo se había casado, según mis últimas informaciones de la época, y llevábamos muchos años sin vernos. Con Abel me encontraba de vez en cuando, especialmente cuando nos encontrábamos, sin previa cita, en botellones de mala muerte en los más malolientes callejones de Granada. De las chicas de las fotos del Bernabeu... nadie sabía. Ni siquiera del rollo de Abel. O especialmente del rollo de Abel, juas.
Yo estaba en la facultad. El Granada estaba haciendo una temporada magnífica y se había clasificado para disputar los cuartos de final de la Copa del Rey. La persona con la que pasaba más tiempo en aquellos años era Emilio, un compañero bastante raro (¡hola, Emi!) de la carrera. Al Granada le tocó el Atleti. El Atleti ganó, me parece que por uno a dos, en la ida, en el Nuevo Los Cármenes.
Varios días después, yo escuchaba la radio. De repente, El Anuncio: viaje a Madrid para ver el partido de vuelta de los cuartos de final de la Copa del Rey. Estadio Vicente Calderón, Atlético Club de Madrid versus Granada Club de Fútbol. Mil quinientas pesetas incluyendo viaje y entrada.
Yo parpadeé. ¿Mil quinientas pesetas? Por aquel entonces mantenía una relación bastante estrecha con una chica madrileña, de nombre Laura, una fanática (como yo) de los Smashing Pumpkins que había conocido gracias a la sección de contactos de la revista Kerrang!. ¿Mil quinientas pesetas? Joder, el autobús ordinario a Madrid me costaba dos mil quinientas pesetas. ¡Me ahorro mil y encima voy a un campo de primera división!
Volví a parpadear.
Ah, no, que es el primer añito en el infierno. Vaaaale: un campo de primera división en el que juega un equipo de segunda división.
Me puse en contacto con la peña granadinista que organizaba el viaje, que resultó ser la Peña Los Cármenes. Pagamos al contado (o "atocateja", que diría mi padre), y quedamos para dos días después a las tantas de la mañana. Fuimos Emilio y yo, los dos a cara de perro y con muchas ganas de pasarlo muy bien. En Ciudad Real, a la salida de la cafetería en la que desayunamos, un tractor casi embiste a nuestro autobús, pero esa fue la única anécdota del viaje (aparte de que me mareé en las curvas esas que hay justo antes de Madrid. ¿Son las curvas de Aranjuez? Ni idea, no doy para más, y mi memoria menos). Fue muy emocionante ver pasar, por la autovía, a media docena de coches que nos adelantaban con banderas del Granada sacadas por la ventanilla. Ellos tocaban el claxon y nosotros, cincuenta críos y/o peñistas, les gritábamos cosas como "Vamos Granada" o "Mucho Granada, oé" (aún no había llegado el nefasto cántico de "A por ellos, oé, a por ellos, oá"). Durante el trayecto se sorteó una botella de ron. A mí no me tocó.
Llegamos al mediodía y Emilio y yo nos comimos nuestros bocadillos. En mi cabeza aún resonaban las palabras de mi padre: "¿Para qué coño vas a Madrid?". Tenía guasa que me lo dijera él, que había visto al Granada en el Bernabeu, en el Calderón, en La Rosaleda, en el Rico Pérez, en La Condomina... Vale, eran otros tiempos (de primera división), pero me fastidió que no entendiera que para mí ver a mi equipo en un campo como el del Calderón era el no va más.
Yo tenía planes muy concretos para el día en Madrid: de tres a siete, me enrrollo con Laura (mi amiga por carta, a la que le tenía muchas ganas). Luego, veo perder al Granada. Después, duermo en el autobús hasta que llego a Granada.
Era un plan perfecto. Nada podía salir mal.
Los cojones. Emilio, mi fiel y queridísimo Emi, que ahora se gana la vida en Oxford como puede, tenía otros planes para nosotros: primero, ir al Parque del Oeste para ver el Templo de Debod (un templo egipcio transplantado en mitad de la capital del Reyno, lo cual no deja de tener su gracia). Luego, a la sala de trofeos del Real Madrid. Luego, al Calderón a ver ganar al Graná.
Oh, Dios mío, he creado un monstruo, creo que pensé.
Llegamos de forma demasiado fácil al Parque del Oeste. Años más tarde, al ir al British Museum en Londres, me acordé del Parque del Oeste y de la madrequeloparió porque todo me resultaba extrañamente parecido: te bajas del metro y giras a la derecha. Luego preguntas y, tras andar hasta que te canses, estás en medio de lo que buscabas. Penoso. El Parque era bastante bonito, aunque se veía a la legua (que me lo confirmen los madrileños) que no debe ser el lugar más seguro del mundo después del anochecer. El Templo de Nebod... bueno, muy curioso. Nos hicimos unas cuantas fotos bastante curiosas (de las que no conservo ninguna, por cierto) y punto pelota. Anecdótico y poco más.
Y yo no podía de dejar de pensar en Laura y sus ojos color cielo.
Y Emilio, en su obtusa embriaguez mental, no podía dejar de pensar en el Bernabeu y su recién remodelada sala de trofeos.
Nos volvimos a embarcar en el metro y nos bajamos en un lugar de la Castellana que no se correspondía con lo que esperábamos. Creo recordar que había un Corte Inglés (o Hipercor, u Opencor, o Supercor, o Fnac, o Casa del Libro) justo al lado de la boca del metro. Todo era demasiado pijo para nosotros. Preguntamos a un par de viandantes (o a diez: ¿alguien sabe por qué en Madrid, cuando le preguntas a una chica una dirección ella da un respingo y sale huyendo? ¿Es timidez, malafollá, extrema gilipollez? El caso es que, obligatoriamente, teníamos que preguntar a hombres mayores de cincuenta años o a mujeres mayores de sesenta).
Finalmente llegamos al Estadio Santiago Bernabeu.
Y, efectivamente, habían reformado la Sala de Trofeos. Ahora era mucho más digna. El Madriz ya tenía, me parece, ocho copas de Europa, y había una vitrina que giraba enseñándotelas mientras un monitor te mostraba los goles de las finales. Patético pero efectivo. El punto culmen era un lugar desde el que se veía el cesped del campo. Era casi imposible no asomarse y hacerse la pregunta de "¿Cómo debe ser esto lleno de gente?". Creo que ahora, siete u ocho años después, tengo la respuesta: pues igual pero con gente, imbécil.
Salimos del Bernabeu, Emi extasiado y yo, que no dejaba de mirar el teléfono móvil prestado (el que mi madre tenía porque mi hermana era epiléptica y quería tenerla controlada) bastante confundido.
(¡Si yo venía a Madrid a echar un polvo!).
Ni modo, que dirían Bernardo Fernández, Vicente Fox o, incluso, Luis Buñuel: por obra y gracia de Emilio aquello se había convertido en una visita cultural-deportiva. Nos montamos en el metro y nos bajamos en cierta parada de la que no guardo recuerdo alguno excepto el nombre (¿podría ser "Pirámides" o algo así?). En el vagón iban media docena de miembros del Frente Atlético. Emi, que llevaba una bufanda del Granada, la dobló en torno al cuello para que sólo se vieran los colores rojiblancos (bendita casualidad) y no el nombre del equipo. Él andaba muy asustado, a mí me hacía gracia porque, sinceramente, no creo que a los ojos de los seguidores del Atleti nosotros fuéramos interesantes. ¡Un equipo de 2ª B que no pisaba primera desde 1979! Poco menos que una anécdota. O ni eso).
Nos bajamos en la estación de ¿Pirámides? y, yendo para el campo, que está muy cerca, vi un cartel del partido pegado en el exterior de un bar. Era el cartel estandar del añito en el infierno (con Kiko envuelto en llamas golpeando un balón) pero personalizado: Atlético de Madrid-Granada. Flipé. Y, acto seguido, arranqué con mimo el póster de la pared, lo enrrollé, y lo introduje en mis calzones. Llegamos al Calderón, canjeamos nuestros pases por entradas válidas y nos metimos en el estadio. Ya había bastante gente, pero nos pasamos por la sala de trofeos, mucho menos espectacular (por decir algo) que la del Bernabeu. Allí descubrí, al ver a un gran indio de cartón piedra, el apelativo de los colchoneros. Curioseamos un par de minutos y nos fuimos a nuestras gradas. Uno de los fondos, ciento cincuenta, siendo generosos, hinchas del Granada. En el gallinero, mismamente.
El partido empezó, y no debía de haber ni media entrada. En todo caso, a nosotros el ambiente nos parecía impresionante: gente a babor, gente a estribor, ¡gente por todas partes! Y, enfrente, los del Frente (incluyendo cierto Bastión, la madre que los parió a todos). Espectacular, escandaloso. El campo de Los Cármenes, incluso en el mejor de sus días, sólo puede contener a 18000 espectadores y, sin embargo, en el Calderón, esa cifra se duplicó para ver una eliminatoria ganada de antemano contra un equipo de tercera fila.
Por supuesto perdimos. No me acuerdo si 2-1, 2-0 o 3-1. Tal vez ninguna de las anteriores. Creo recordar que el Granada, por lo menos, chutó unas cuantas veces a portería, pues recuerdo nuestro alborozo en esas ocasiones y la cara de estupefacción de los aficionados del Atleti más cercanos.
Bajo nuestras nalgas, y durante el partido, una alfombrilla de Lucky Strike. Sobre esa alfombrilla dormí esa noche, en el autobús (la primera vez que me quedaba dormido fuera de una cama). Y hasta hace poco tiempo esa alfombrilla permaneció conmigo.
A lo que iba, y ya resumiendo: el ambiente del Calderón me hechizó, y desde ese momento me convertí en cuarto y mitad de colchonero. Un poco menos que Juanma. O que Pily. O que Antonio (¡hola, Antonio!). Ni Barça ni Madrid ni pollas: Kiko golpeando un balón incendiado. Y punto.